"La equidad de oportunidades para el acceso a la educación superior sigue siendo una factura por pagar"

Discurso íntegro de Francisco Marmolejo Cervantes al recibir el Doctorado Honoris Causa por su contribución a la educación superior

Recibir este reconocimiento es un verdadero e inmerecido honor para el que las palabras de agradecimiento resultan insuficientes. Es un generoso gesto que me honra, me estimula y me compromete precisamente en consideración al hecho incuestionable que la Universidad de Guadalajara es, sin lugar a dudas, una de las más importantes instituciones de educación superior de América Latina e, indudablemente, un importante referente de la educación superior en el contexto global.
Para comenzar, permítanme expresar mi sincero agradecimiento al Rector General de la Universidad, Mtro. Tonatiuh Bravo Padilla; a los miembros del Honorable Consejo General Universitario; y muy especialmente al Dr. Aristarco Regalado Pinedo, Rector del Centro Universitario de Los Lagos, por esta sentida deferencia hacia mi persona.
Asimismo, aprecio muchísimo la asistencia en este día de una gran cantidad de amigos y familiares. Su sola presencia en este lugar tiene un gran significado.
De manera muy especial, permítanme reconocer que no sería posible para mi estar esta mañana en tan privilegiado lugar sin el amor, la solidaridad, el consejo y la paciencia que mi esposa, Olivia Guadalupe, ha tenido conmigo en nuestros ya 28 años de esta aventura que iniciamos cuando apenas éramos estudiantes universitarios y que hoy se cristaliza en nuestros hijos: Francisco, José y Juan, quienes, como he señalado en otras oportunidades, son motor de nuestros esfuerzos, motivo de nuestro orgullo y razón de nuestros desvelos.
Finalmente, este evento adquiere para mí un significado muy especial por el hecho de que mis padres, don Manuel Marmolejo y doña Bertha Cervantes; mis hermanos y sus familias; mi suegro, don Juan Cossío, y mis cuñados; y muchos familiares, paisanos y amigos que también han venido a este emblemático recinto universitario para ser parte de este momento tan especial.
Curiosamente mi asociación con la UdeG se remonta a la misma apreciación e idea temprana sobre el concepto de “universidad” que tengo -como dicen los viejos en mi pueblo- desde que tengo uso de razón. Gratísima coincidencia es el hecho de que el Dr. Enrique Díaz de León, primer Rector de la Universidad en su época contemporánea, haya nacido en mi pueblo, Ojuelos de Jalisco. Desde mi niñez, hablar de don Enrique Diaz de León, el ilustre ojuelense cuya memoria se rememora por el nombre de nuestra plaza principal, el pariente lejano de la abuelita Aleja Dávila Díaz de León, era hablar de la Universidad de Guadalajara, y, sobre todo, era hablar de que a pesar de ser el municipio más distante de la capital del Estado, era posible que alguien pudiera salir adelante. Don Enrique Díaz de León y su vínculo con la Universidad de Guadalajara era (y sigue siendo) la fuente de inspiración para muchos.
El legado de don Enrique y la presencia simbólica de la Universidad de Guadalajara, en nuestro pueblo, permitió para muchos, incluido un servidor, pensar que el sueño de lo imposible no era en realidad tal, sino que justo era un sueño posible, alcanzable. Nos permitió ver que el camino hacia la universidad si ya lo había recorrido alguien como él, también era transitable para los demás.
Era, no obstante, un camino distante y difícil. Para algunos la opción de venir a estudiar a la Universidad de Guadalajara era complicada o poco factible pues en la decisión -como lo es ahora- hacían convergencia muchos factores. En nuestro entorno familiar, la decisión inclinó la balanza hacia la ciudad más cercana, San Luis Potosí, y en función de ello es que, en mi caso personal, tuve la fortuna de estudiar en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí.   
No obstante, de una o de otra forma, mi vínculo con la UdeG siempre ha estado presente. Recuerdo mi primera visita a la Universidad de Guadalajara, en el edificio de la Rectoría, justo enfrente del Paraninfo, en 1980, hace poco más de 36 años, en que acompañé al entonces Presidente Municipal de Ojuelos, don Francisco González Hernández, a presentar a las autoridades en turno de la Universidad, la petición de instalar en nuestro pueblo una escuela preparatoria. Yo estaba por concluir mis estudios universitarios en la UASLP. Tardaron poco más de 25 años para que esa gestión pudiera convertirse en una realidad. Hoy en mi pueblo, el terruño del primer Rector, la Universidad de Guadalajara tiene la Escuela Preparatoria “Enrique Díaz de León”. El sueño compartido por muchos es que algún día la Universidad, a través de CULagos, pueda establecer un módulo de estudios superiores. Estoy seguro que no serán necesarios otros 25 años para que esta aspiración se convierta en una realidad.
Y es en esta temática, la del acceso a la educación superior y la de los retos que tiene frente a sí el sistema de educación superior en México y América Latina, que me gustaría compartir algunas reflexiones con ustedes en esta mañana. Qué mejor espacio que este magnífico recinto universitario en el que José Clemente Orozco magistralmente representó la importancia del conocimiento y de la rebeldía para el ser humano, para reflexionar sobre la creciente importancia que la educación superior tiene y tendrá en la sociedad global del conocimiento y la información, y en las implicaciones que esto tiene para México.
Para comenzar, vale la pena señalar que a nivel global, y México y América Latina no son la excepción, la educación superior se encuentra en una verdadera encrucijada; en un momento coyuntural único que no se había hecho presente en el mundo contemporáneo.
Justo hace algunas semanas visité un colegio universitario en el remoto estado de Odisha en la India, en el que pude constatar por una parte la lacerante escasez de recursos mínimos de aprendizaje en una institución que ni energía eléctrica tenía y que a pesar de ello ofrece programas académicos de computación, que escasamente tenía unos cuantos libros en su biblioteca, o que su laboratorio de química contaba con un par de microscopios similares al que compramos para la Escuela Secundaria por Cooperación de Ojuelos hace 40 años. La lógica pudiera indicar que esa institución -con tantas limitaciones- simple y sencillamente no debiera de operar. Sin embargo, al interactuar con sus estudiantes, todos ellos indígenas, de los más pobres entre los pobres, me quedaba claro que para ellos esa institución y su oferta (así fuese deficiente o de limitados recursos) era la única oportunidad asequible para que ellos pudieran aspirar a una vida digna, que era la universidad su “faro de luz”, como uno de ellos lo calificó. Y a pesar de que su institución no tuviese el glamour de otras, era al final de cuentas su “Alma Mater”, su “madre nutricia”, su fuente proveedora de alimento intelectual.  Y este enorme apetito por salir adelante y por buscar una vida digna es algo que veo cotidianamente en estudiantes de muchas partes del mundo con quienes tengo la fortuna de interactuar periódicamente, ya sea en Kenia, en Mauritania, Argelia, Croacia y por supuesto en México y América Latina.
            Así que nuestro gran desafío en este momento coyuntural es que hay millones de personas en el mundo, la mayoría de ellos jóvenes, que aspiran legítimamente a acceder a la formación en educación superior, pero que lamentablemente, a pesar de los enormes esfuerzos nacionales, para ellos la educación superior sigue siendo un sueño inalcanzable o inclusive aun cuando esta haya sido posible, la misma no se traduce en el cumplimiento de las expectativas de mejores oportunidades de vida. Las cifras son abrumadoras, especialmente en algunas regiones del mundo. Por ejemplo, seguramente sabrán que hoy en la región del Medio Oriente, poco más de la mitad de sus habitantes tienen menos de 20 años, que un 25% de sus jóvenes están desempleados y que paradójicamente un 30 % tiene un grado de técnico superior universitario o más; o que para el año 2030 -solo en 13 años más- el 42% de los jóvenes del mundo van a vivir en África, el gran continente ignorado en el que en la actualidad más del 70% de sus jóvenes viven en condiciones de pobreza -con menos del equivalente a 30 pesos al día- y en donde la tasa promedio de acceso a la educación superior es de apenas el 5% del total de jóvenes en edad de realizar estudios superiores. En contraste, varios países de altos ingresos tienen tasas 0 de crecimiento poblacional. No tan lejos, en Italia la gran noticia en el 2016 fue que en el pueblo de Ostana, nació un niño por primera vez en 28 años. Es de pensarse, por ejemplo, que en India cada mes llegan a la edad de trabajo un promedio de un millón de jóvenes y que esto seguirá sucediendo en los próximos 20 años, pero que solamente un 2% de ellos están teniendo algún tipo de formación en habilidades para el empleo. O que solo un 3% del casi millón de refugiados jóvenes en edad de estudiar están logrando acceder a la educación superior. Y así podría continuar compartiendo cifras que confirman, por una parte, una creciente demanda por educación superior y, por la otra, una limitada capacidad de los sistemas de educación superior para atenderla.
Y eso me remonta a mis orígenes en mi querido pueblo de Ojuelos. ¿Qué factores influyeron para que en mi caso personal yo haya tenido el privilegio de la educación superior? ¿Qué impidió que la mayoría de mis compañeros de estudios de primaria e inclusive de secundaria, muchos de ellos más preparados que yo, pudieran haber tenido el mismo privilegio que yo? ¿Cuánto talento se habrá desperdiciado entre tantos de mis paisanos que no pudieron estudiar, que no pueden estudiar y, aún más triste, que no podrán estudiar en el futuro? ¿Cuántos sueños de una mejor vida han quedado truncados por la falta de oportunidades, para tantos jóvenes que tienen el mismo derecho que el que yo tuve cuando fui estudiante universitario?
Y es esta preocupación la que, a mi juicio, debiera ser un motivador principal de innovación en la educación superior. No olvidemos, como señalara Ortega y Gasset, que la vida es una serie de colisiones con el futuro; no es una suma de lo que hemos sido, sino de lo que anhelamos ser. Y yo sueño que podamos anhelar que muchos más jóvenes puedan tener en la educación superior la palanca para una vida digna.
En el caso mexicano, me parece que es importante reconocer el significativo avance que se ha tenido en materia de educación superior en un periodo relativamente corto de tiempo. Es impresionante saber que hace apenas 50 años el total de la matrícula de la educación superior en todo México era el equivalente a un tercio de la matrícula actual de alumnos en el nivel de educación superior de la Universidad de Guadalajara. En aquellos años, el privilegio de la educación superior era realmente para los más privilegiados de la sociedad, no más del 1% del total de jóvenes en edad de realizar estudios universitarios. En apenas medio siglo, el sistema de educación superior en el país creció a cifras agigantadas hasta llegar en la actualidad a alcanzar casi los cuatro millones de alumnos con lo que se alcanza a atender a poco más de un tercio del total de estudiantes en edad de realizar estudios superiores. Esta es una excelente noticia que, sin embargo, no debe ser razón de triunfalismo simplista pues esto implica que, simple y llanamente, dos tercios de los jóvenes no están teniendo acceso a la educación superior. El esfuerzo se ha traducido en un rápido crecimiento de instituciones y ofertas de educación superior.
En los últimos años en México se ha estado creado una nueva institución de educación superior cada tercer día. Cuando yo era estudiante, la UASLP tenía sólo 15 programas de licenciatura y hoy ofrece 100. En mi juventud la Universidad de Guadalajara solo ofrecía sus programas académicos en la ciudad de Guadalajara, en tanto que ahora es un innovador sistema universitario compuesto por seis Centros Temáticos, nueve Centros Regionales que cubren prácticamente todo el Estado de Jalisco, un novedoso Sistema de Universidad Virtual y un amplio Sistema de Educación Media Superior. Y todo ello ha sucedido en un periodo relativamente corto de tiempo.
Sin embargo, a pesar de tan encomiables esfuerzos, debemos reconocer que la equidad de oportunidades para el acceso en la educación superior sigue siendo una factura por pagar. Tan solo en México, si analizamos la distribución de la matrícula de la educación superior en función del nivel de ingresos familiares la panorámica, no es nada halagüeña. Mientras que un 89% de los jóvenes pertenecientes al decil de mayores ingresos se inscriben en las universidades, en el caso de los jóvenes del decil de menores ingresos, solo un 6 % de ellos estudian en la universidad. Y el progreso en la materia no ha sido rápido. Entre el año 2000 y el 2012 la cifra pasó del 2% al 6%, mientras que en el decil de más ingresos pasó del 64% al 89%. Sigue habiendo pues, una significativa inequidad de oportunidades de acceso, ya sea por el limitado nivel de ingresos familiares, por el nivel de estudios de los padres, por el género, o como en el caso de pueblos remotos como el mío, por lo que yo refiero como “el accidente de la geografía”.
Y el desafío se hace más complejo si tomamos en consideración que se hacen grandes esfuerzos por incrementar el acceso a la educación superior, pero pocos para mejorar la retención o reducir la deserción. Un estudio reciente del Banco Mundial demuestra que en América Latina en promedio, alrededor de la mitad de la población de 25 a 29 años de edad que comenzaron la educación superior en algún momento no finalizaron sus estudios, ya sea porque aún están estudiando o porque desertaron. Y esto, señoras y señores, tienen un enorme costo social que pocas veces dimensionamos, sobre todo porque en México seguimos contando con un sistema de educación superior que no reconoce la adquisición parcial de competencias y que sigue haciendo creer que el único título de nobleza válido es el de licenciatura. Si seguimos viendo el acceso a la educación superior como una puerta giratoria; si seguimos pensando que hemos cumplido brindando acceso y que, al final de cuentas, se quedan solo los mejores, estamos ignorando la inequidad acumulada de nuestros sistemas educativos y, probablemente, seguiremos prolongando la desafortunada estratificación de nuestras sociedades diferenciadas ya no entre los que tienen y no tienen, pero, en este caso, entre los que saben y no saben; entre los que acceden al conocimiento y la información y los que no logran acceder a ello.
Así que debemos redoblar esfuerzos para asegurar la equidad de oportunidades en el acceso a la educación superior, y para mejorar sustancialmente la retención y estancia oportuna de los estudiantes.
Ello nos lleva finalmente al desafío de la calidad y relevancia de la educación superior.  En la privilegiada oportunidad que he tenido de visitar instituciones educativas en más de 70 países, un recurrente fenómeno que observo es la tensión existente entre acceso y calidad, calidad y relevancia. No hay frustración más entendible que la de los egresados que, una vez concluidos sus estudios, encuentran dolorosamente que sus oportunidades de desarrollo profesional o empleabilidad son bajas o inclusive nulas. Y este es un lamentable fenómeno global que nuevamente reafirma la analogía de la educación superior entrampada en una encrucijada.
Y aunque no hay fórmulas sencillas, es evidente que hay países que han logrado afinar lo que lo llamo el circulo virtuoso: acceso-retención-relevancia-éxito. Y hay otros países en donde hay un buen camino por recorrer. Sin pretender hacer comparaciones simplistas o poco útiles, el enfoque curricular de las instituciones de educación superior de América Latina se caracteriza por ser poco eficiente, con una altísima carga horaria, excesivamente rígido, poco internacionalizado y altamente profesionalizante. Tales atributos suelen ir a contracorriente con tendencias internacionales de avanzada en torno a la reducción de carga horaria, adopción de una dimensión global en el currículum, flexibilidad en el reconocimiento de competencias, articulación con los niveles previos de la educación, transición hacia un aprendizaje activo de los estudiantes y una adecuada combinación de competencias técnicas y competencias no cognitivas.
No olvidemos que esa idea del cambio de profesiones y de la interdisciplina no son un mito más, sino una realidad actual. Por ello, me da mucho gusto ver que instituciones como la UdeG están haciendo esfuerzos para flexibilizar su oferta académica. Por ejemplo, en el caso de CULagos, su posgrado en Ciencia y Tecnología cuenta con orientaciones en campos novedosos interdisciplinarios como optoelectrónica, biomédica o nanotecnología, por mencionar un caso.  
Esto implica además salir de las aulas y considerar que también es posible aprender fuera de ellas. Programas como Co-op en Canadá, educación dual en Alemania, aprendizaje en el servicio en Malasia, educación híbrida en Tanzania, son solo algunos de los múltiples casos en donde es gratificante ver que se empieza a derrumbar la idea de que solo se puede aprender al interior de las universidades o dentro del salón de clases, abriendo con ello un mundo de posibilidades para el acercamiento de la universidad hacia una formación más relevante, y hacia el contexto del que emana y en el que se inserta.
Parafraseando a Edgar Morín, vale recordar que “uno de los grandes problemas que enfrentamos en la actualidad es cómo ajustar nuestra manera de pensar para enfrentar los retos de un mundo que es crecientemente complejo, sujeto a un rápido cambio e impredecible. Debemos repensar nuestra manera de organizar el conocimiento”. Debemos pues repensar la universidad. Y esto requiere de las universidades atreverse a romper esquemas convencionales que a veces parecen intocables en aras de la tradición. No olvidemos que la educación superior es el mejor laboratorio para el cambio social, pero que tal parece que las universidades inhiben su capacidad de innovación. Y México merece cambio social e innovación. Lo que no podemos hacer es ejercer el arte de la ambigüedad: continuar haciendo las cosas como siempre, aunque esperando diferentes resultados.
México merece cambio social e innovación y la universidad puede ser el factor que la propicie. Aunque esto requiere que nuestras universidades se atrevan a ser más flexibles, más innovadoras, más emprendedoras, con menor aversión al cambio y también más internacionales pero más conectadas con la comunidad local.
México, un país joven, que empieza a dejar de serlo, en 13 años el promedio de edad de la población en México será de 36.5 años; a mediados de 2013, el número de niños y jóvenes mexicanos de tres a 17 años alcanzó la cifra de 33.7 millones; a partir de esa fecha comenzó su descenso gradual. Un país ya no tan joven en el que no podemos cruzarnos de brazos. Pensar que un crecimiento inercial de nuestro sistema de educación superior es suficiente, y que la mejor fórmula es más de lo mismo, nos lleva sí a brindar educación superior a un buen número de jóvenes, pero también nos lleva a negarles la posibilidad a la mayoría de ellos. Nos lleva sí a tal vez tener muchos egresados de nuestras universidades, pero también muchos de ellos con un desajuste en el tipo de habilidades que la sociedad del conocimiento demanda.
 Nuestra ventana de oportunidad es de pocos años, pues el bono demográfico que hoy tiene México empieza a reducirse. El tiempo apremia y debemos actuar y pronto.
Decía Víctor Hugo que el futuro tiene muchos nombres: para los débiles, es lo inalcanzable; para los temerosos, lo desconocido; para los valientes, es la oportunidad. El tamaño del desafío es tan grande como el de la oportunidad que representa para que en esta generación, y la que le sigue, reforcemos a la universidad, a la educación superior, como lo que sabemos que es: el principal factor de movilidad social, el mejor ecualizador social y el mejor espacio en el que podemos formar a ciudadanos con una dimensión global pero con un profundo sentido de responsabilidad con su comunidad.
El mundo ha cambiado e indudablemente cambiará mucho más. Nuestros paradigmas convencionales puede ser que ya no se ajusten tan fielmente a una nueva realidad. Como dijera Mario Benedetti: “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas”. Seguramente son más las interrogantes y las dudas que las respuestas. Pero si es el caso, vamos por buen camino aunque no sepamos cuál es éste. Lo que es cierto es que el futuro ni se extrapola, ni se adivina. El futuro se construye. Está en nuestras manos hacerlo.
Concluyo reiterando mi agradecimiento a la Universidad de Guadalajara por este gesto que atesoro con gran aprecio por el resto de mi vida y que comparto con Olivia, Francisco, José y Juan, a quienes agradezco nuevamente su estímulo, amor y apoyo. Este es un día inolvidable para mí que me hace pensar en tantos ojuelenses, jaliscienses y mexicanos que han salido del terruño en busca de mejores horizontes pero siempre anclados con nuestras raíces; siempre inspirados por la añoranza de la tierra que nos vio nacer, siempre orgullosos de nuestro pasado y siempre motivados con el anhelo de un mejor futuro. Muchas gracias.